Cuando ultimábamos en el estudio de Radio Círculo los pormenores del programa dedicado “al ciclista que nunca dejó de perseguir el pelotón” y que tuvo como invitada a Chely Tuero la encantadora hija del ciclista José Américo Tuero, me llegó un mensaje de mi particular paloma mensajera que en esta ocasión, al contrario que tantas veces, no traía besos o buenos pronósticos sino una noticia tan breve como punzantemente dolorosa. Ha muerto José Saramago, me decía.
No tuve tiempo ni reflejos para homenajear en el programa al maestro como se merecía. Ahora, pasados los días, y cuando colgamos en el blog el programa del jueves 18, si quiero tener un recuerdo más detenido para este hombre que nos ha dejado.
En pocas ocasiones las personas que llevamos una vida tan anodina y vulgar como es la mía tenemos ocasión de conocer en persona a aquellos que admiramos pero yo tuve la ocasión de compartir espacio, tiempo y escuchar a Saramago en una mañana, que devino convulsa e intensa, de hace algunos años en la Universidad Complutense. Conocía de oídas y lecturas la altura moral del personaje pero lo sucedido aquella mañana de primavera lo engrandeció ante mi mirada aún más.
Estábamos reunidos en la facultad de Geografía e Historia que nos acogía para celebrar un aniversario de recuerdo al poeta Miguel Hernández, organizado por la Fundación de sus amigos y con la hospitalidad de Carlos Berzosa, rector de la Universidad madrileña. Acudí acompañado de mi amigo y maestro Miguel Núñez, su compañera Elena García y Antonio Gutiérrez que en su condición de nativo de Orihuela como el poeta no quiso perderse el acto. .
La jornada transcurría apacible y sin nada extraordinario que reseñar, con oradores que glosaban con voz engolada la figura del poeta y, en su devoción arrobada, hablaban de la buena relación con sus coetáneos, trazando un panorama idílico de lo que fue la época y los componentes de la generación del 27.
Entonces dieron la palabra a José Saramago que había aceptado la presidencia honoraria de aquel acto. Yo esperaba el clásico discurso laudatorio y de manual con el que se alivian los invitados en la clausura de los actos culturales. Pero esa no era la manera de Saramago de caminar por el mundo.
Nada más comenzar su intervención, y según crecían los murmullos sorprendidos de los estudiantes que abarrotaban la sala, supe que todo lo que iba a ocurrir no transcurría por los caminos de la rutina y los lugares comunes.
Saramago, con voz sosegada y firme, comenzó diciendo que a los jóvenes hay que contarles la verdad y que esa constituye la primera obligación de maestros e historiadores. Y bajo esa premisa fue desgranando su discurso en el que sostuvo que Miguel Hernández había tenido, no las relaciones idílicas que habían pregonado sus predecesores en el uso de la palabra, sino un cúmulo de desencuentros y enfrentamientos con los miembros de la generación del 27. Que muchos de sus miembros le consideraban un “paleto” ajeno a las vanguardias de aquellos tiempos, que algunos de ellos le despreciaron, le ningunearon y no llegaron a considerarle uno de los suyos.
También situó al personaje en su dimensión temporal. Un hombre de campo que venía de una intensa formación rural cristiana y al que costaba comprender y ser comprendido entre las mujeres emancipadas de la república (María Teresa León) y las maneras de vivir humana y creativamente de personajes como Federico García Lorca. Había por tanto un distanciamiento producido por la formación rural y obrera de uno y la burguesa y vanguardista de otros.
La sala se había teñido de un silencio tenso en donde la palabra de Saramago volaba limpia y sin dificultad hasta que, al final de su intervención, una salva atronadora de aplausos emergió apasionada y violenta desde las gradas de los entusiasmados estudiantes.
Aquel día tuve la fortuna de asistir a una lección magistral de José Saramago. No sólo por el contenido de su mensaje sobre Miguel Hernández sino, por encima de todo, por la honradez de aquel hombre de colocar la verdad por encima de convenciones y actos laudatorios huecos. Se convirtió en el aguafiestas en nombre de la verdad de los que consideran que a los jóvenes hay que darles una versión edulcorada de la historia como si sus delicada mentes no estuvieran preparadas para conocer que este mundo, aun en el Parnaso, es jodido, dolorosamente clasista y una jungla hasta para los que cultivan flores y son peritos en lunas.
Saramago amaba a Hernández porque compartían origen humilde. Conocía de las dificultades de aprendizaje de Hernández porque él mismo había aprendido a leer de manera autodidacta y ambos intimaban mejor con los árboles que con esteticismo vano de la conversación de los salones exquisitos.
Luego el acto se completó con una explosión de rebeldía. Concedieron la palabra a Eduardo Zaplana que por aquel entonces era ministro de Trabajo y que estaba en el acto porque en función de su anterior cargo de Presidente de la Generalitat valenciana, era, de oficio, vicepresidente de la Fundación de amigos del poeta.
Zaplana se dirigió al estrado y los estudiantes abandonaron la sala al grito de “No a la guerra” ante la mirada incrédula y cínica del entonces ministro.
Saramago le dijo algo así como “¿qué te esperabas?”.
Luego, Zaplana abandonó la facultad a toda prisa entre abucheos y Saramago entre el cariño y las muestras de admiración de los estudiantes.
Yo, en el pasillo de salida, le saludé y, sin palabras, me limité a mirarle a los ojos. No he olvidado esa mirada ni aquellas palabras.
(*) Sé que el título no es gramaticalmente correcto. Cuando Francisco Umbral publicó "La noche que llegué al Café Gijón", un académico le crítico que a ese título le faltaba la preposición "en". Ya que si no se escribía "La noche en que llegué al Café Gijón", quien hubiera llegado era la noche y no él. Sucede que yo he querido adrede que el que muriera fuera el día y no José Saramago. Y, de paso, gastar una broma a mis amigas y correctoras Koncha Lois y Paloma M. Barroso, a las que pasó inadvertida la errata o tuvieron la misma idea que yo. Porque las quiero lo digo.
Mariano Crespo
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